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Estar en un hospital o una clínica debe encontrarse entre los momentos más deprimentes que se pueden encontrar en la vida de alguien. Aún si es para un acontecimiento feliz, como un nacimiento, no se puede olvidar que estamos en un lugar donde hay gente sufriendo e incluso muriendo. No es un lugar cómodo o feliz, por más que se trate de darles la apariencia de un segundo hogar.

No es necesario que sea uno el principal afectado para sufrir en las diversas situaciones que ocurren en un centro médico, el sólo hecho de ver sufrir a quienes más queremos es motivo suficiente para sentir la pena y el dolor más profundos. Es la impotencia de no poder ayudarlos, de no poder compartir su sufrimiento, de no ser capaces de aliviarlos: es ver cómo se desmoronan frente a nuestros propios ojos y no poder evitarlo.

No le doy a nadie el dolor de ver a sus seres más cercanos y queridos llorar desconsolados, de verlos destrozados y tratando de verse enteros frente a otros. Ni siquiera puedo dimensionar lo horrible que debe ser la pérdida de la madre, de la persona que nos da la vida, nos ve crecer y nos hace quién somos. El dolor debe ser inconmensurable, la desolación inmensa, la tristeza infinita.

Cuando entré a esa pieza fría de clínica en un domingo, cuando nadie más paseaba por los pasillos inmaculados, realmente me quise morir. ¿Cómo atajar ese sentimiento que te sube por el esternón, desemboca en tu garganta y quiere salirse por tus ojos? Ver a alguien sufriendo de tal manera que los medicamentos no pueden hacer nada, saber que está consciente de todo lo que ocurre a su alrededor y de que su hora final está llegando, imaginar su desesperación al no poder consolar a sus hijos.

No puedo pensar en ello sin revivir también la pena: mis hermanos, siempre grandes y fuertes, sosteniendo las manos de su madre mientras ésta respiraba dificultosamente con ayuda de oxígeno, con todas sus fuerzas puestas en tratar de seguir inhalando aire. Mirarlos y no ver sus rostros maduros, si no que encontrarme con dos niños inocentes, de ojos grandes, pelo claro y caras transparentes con una pena mayor a ellos. Impotentes, sosteniéndole las débiles manos a su madre, mintiéndole para decirle que estarían bien.

No fue necesario que fuera pariente directa mía para sentir como se caía todo a pedazos. Aún sabiendo que era el resultado de un proceso de cinco años de duración, ¿cómo reaccionas ante tal desajuste en tu vida? No se puede. Sentir como Matías me miraba con ojos desolados, pidiendo respuestas que nadie tiene, estremecerme con los sollozos de un Gabriel casi echado a los pies de su mamá, pidiéndole corporalmente que no se fuera.

Es simplemente mayor que yo. Y no entiendo por qué he llorado tanto, ya que éramos apenas más que conocidas. Sólo puedo creer que la pena, el dolor y la desesperación de quienes me son más queridos se me pegó, haciéndome parte de su duelo y ayudándome a entenderlos tan solo un poquito en la inmensidad en la que se encuentran. Y aquí estoy, purgando sentimientos a base de escritura y lágrimas, porque tengo que estar entera. Por ellos.

A Matías y Gabriel.